La historia, se dice, está en los ojos del espectador. Los persas, desde luego, no pudieron haber experimentado la conquista liderada por Alejandro de Macedonia —y sus falanges— del mismo modo que los macedonios o los romanos. Cuando Persépolis ardió bajo las órdenes de un Alejandro embriagado (¿o calculador?), el Imperio persa caía definitivamente. Miles fueron masacrados, esclavizados o desplazados. Poco importan las leyendas de asimilación que nos transmitieron —como las de un Alejandro que respetaba las costumbres autóctonas de los vencidos o se indignara ante la destrucción de la tumba de Darío, que luego mandaría a reparar—: la devastación y el caos que marcaron cada etapa de sus campañas hasta el río Ganges bastan para definir su legado. Aunque visionario, Alejandro debió de ser también un megalómano cruel y despiadado.

Brian Bosworth, en su brillante ensayo donde compara a Alejandro con Hernán Cortés, nos narra:

“Consideremos la escena final en el Gránico, cuando los 20 000 mercenarios griegos quedaron abandonados en el campo de batalla para ser rodeados por el ejército victorioso de Alejandro, con la falange presionando su frente y la caballería acosando los costados y la retaguardia. El rey hizo caso omiso de su petición de cuartel, y se produjo una masacre. Independientemente de que el 90 por ciento fueran talados o no, como dan a entender Arriano y Plutarco —ambos autores de una visión ya heroizada del conquistador—, no hay duda de que muchos miles cayeron, y las circunstancias no habrían sido agradables.

Dados los grandes escudos circulares de los griegos y su formación masiva, las heridas infligidas por las sarisas habrían sido predominantemente en la cara y la garganta; de lo contrario, en la ingle.

Hubo una escena similar al final de la batalla del Hidaspes, cuando la línea de batalla india quedó atrapada por la falange y un cordón de caballería macedonia, y el horror de la matanza se intensificó por los elefantes enloquecidos atrapados dentro de su propia masa desorganizada de soldados e infantería y aplastando indiscriminadamente todo a su paso.

Pocos comandantes han sido más expertos que Alejandro en crear las condiciones para una matanza masiva, y sus tropas desarrollaron una eficiencia terrible en la matanza. La conquista tuvo un alto precio en sangre y agonía. Es posible que vastas áreas del oeste hayan caído en sus manos sin resistencia seria, pero desde la gran rebelión de Sogdiana en el verano de 329 hasta su invasión del Makran en octubre de 325 hubo combates casi continuos, decenas de ciudades destruidas y poblaciones enteras, civiles y militares por igual, masacradas.”

Otros, sin embargo, argumentan que no deberíamos apresurarnos en juzgar a Alejandro; hacerlo sería un anacronismo. Al fin y al cabo, las guerras de conquista eran entonces tan comunes como necesarias. Sin sus campañas, no se habrían fundado ciudades como Alejandría, con su gran biblioteca y escuela neoplatónica. Las rutas de intercambio cultural y económico entre el este y el oeste no habrían podido establecerse. Con la entrada del discípulo de Aristóteles y sus temibles legiones a los Balcanes, Egipto, Siria, Babilonia y la India, la historia simplemente progresaba en su afán de integrar a la especie humana.

En su diálogo Critias, Platón alude a una época mítica en la que la guerra era parte inherente de la vida humana:

“Los trabajos de la guerra eran entonces comunes a las mujeres y a los hombres…”

En el año 335 a. e. c., a solo unos años de la muerte de Platón, los trabajos de la guerra serían nuevamente ordinarios en el mundo helénico. También parecían necesarios, al menos dentro de la corte macedónica, para consolidar lo que llamaban la concordia entre los griegos, o panhelenismo.

A finales del siglo XX, los entusiastas de la globalización celebraban el fin de la historia —o al menos de la historia que hacía de la guerra una constante inevitable. Con la caída del Muro de Berlín, la ideología de la globalización —esa suerte de panhelenismo contemporáneo— alcanzaba su apogeo. La globalización no era solo un fenómeno económico: simbolizaba una esperanza civilizatoria. El incremento de los intercambios comerciales, financieros y culturales entre naciones proyectaba la posibilidad de una historia pacificada. La incorporación de nuevos estados a sistemas financieros y bloques militares instituidos por Estados Unidos y Europa ocurría con rapidez. Parecía haberse iniciado por fin la realización de aquel viejo sueño de concordia.

Pero si a Platón le pareció historia antigua eso de los trabajos de la guerra, para los entusiastas de la globalización la paz también resultó efímera. La globalización del siglo XXI, como la del siglo IV a. e. c., no estaría exenta de violencia. A solo una década del supuesto fin de la historia, la pesadilla de la guerra inevitable reapareció —e irónicamente en los mismos territorios por donde marcharon las falanges de Alejandro: Afganistán, Iraq, Libia, Siria. Persépolis ardía nuevamente. Algunos alegarán que estos conflictos no son guerras de conquista, pero difícil sería sostenerlo sin omitir el número de civiles masacrados en Iraq —una cifra que supera los cientos de miles— bajo el signo de la conquista de los hidrocarburos.

Hoy es Ucrania. La invasión rusa, definida oficialmente como operación militar especial, se presenta como una negación del orden global construido tras 1945. Mientras los ucranianos defienden el modelo integracionista europeo, el Kremlin invoca un relato anti-globalizador fundado en un pasado mitificado. El artículo de Vladimir Putin sobre la supuesta unidad histórico-cultural entre rusos y ucranianos ejemplifica esta visión revisionista.

La narrativa integradora que alguna vez vinculó a Alejandro con la concordia, o a la globalización con la paz, parece haber desaparecido. En su lugar, resurge la violencia como motor de la historia. Si el siglo XXI consuma un conflicto nuclear entre potencias, será no solo el final de una época, sino el verdadero fin de la historia.


Citas

Bosworth, B. (2000). A Tale of Two Empires: Hernan Cortes and Alexander the Great. En A. B. Bosworth & E. J. Baynham (Eds.), Alexander the Great in Fact and Fiction (Vol. 1, pp. 23–49). Oxford University Press.