Syme, Ronald, Tacitus, 1958, Capítulo 21. Traducción en español de Eduardo Alemán.

Cornelio Tácito decidió comenzar con la muerte de Augusto. Lo que sobrevive de sus anales de los Césares desde Tiberio hasta Nerón (en su mayor parte no mucho más de la mitad) indica una estructura de tres grupos, cada uno de los cuales contiene seis libros. La primera héxada abarca el principado de Tiberio, en dos porciones iguales, marcada y explícitamente divididas. Que el reinado de un César haya sido dividido en dos partes, la primera marcada por la esperanza y la profesión de buen gobierno (y a menudo también su desempeño), la segunda en declive o corrupta y al borde de la inevitable discordia y calamidad, no fue simplemente una persuasión del vulgo o un esquema literario conveniente, tal como se muestra en el modo más crudo en las operaciones de un biógrafo: no pocas veces se correspondía con los hechos de un gobierno autocrático y, aunque no fuera del todo válido, bien podría ser confirmado más allá de toda duda por un asesinato, por una revolución, o por la negativa del Senado a consagrar al difunto emperador.

El reinado de Tiberio César comenzó bien y el poder se transmitió con seguridad; duró mucho tiempo una administración justa y sagaz; y, si la tradición romana no se hubiera preocupado cada vez más por la agradable tarea de convertir a Augusto en una figura ideal, podría haber proclamado esta época no sólo comparable con los últimos años de Augusto, sino superándolos con creces en libertad y felicidad. Sin embargo, al final, después de complots y contracomplots y de una larga secuela de asesinatos judiciales, de revelarse no sólo el colapso del experimento de un principado constitucional sino también de un despotismo flagrante, un septuagenario malhumorado pereció en medio de la execración del Senado y el Pueblo.

Quedaba por especular sobre las causas del cambio y registrar el año o el evento que señaló un giro hacia lo peor. Las causas se buscaron en su mayor parte en la personalidad del gobernante, ya sea influenciada por el impacto de los acontecimientos o revelando gradualmente su naturaleza oculta. Se ofrecen varios temas, como las sospechas y el rencor de Tiberio, evocados (o expresados en) el miedo a los rivales y el aumento de los procesamientos por alta traición; y se podían utilizar varias fechas cardinales: la muerte de Germánico, la muerte de Druso, el retiro de Tiberio de Roma o incluso el fallecimiento de su madre Livia. ¿Cuál iba el historiador a elegir?

Germánico era ineludible. Tácito lo explota en todos los sentidos. No sólo en la figura radiante, compuesta de todas las virtudes y excelencias (y popular en proporción) para contrastar con el alma oscura de Tiberio César: el historiador necesita a Germánico por su variedad, su movimiento y su narración continua. El joven príncipe ocupa un tratamiento amplio en los tres primeros libros de los Anales: el motín de las legiones en el Rin, las elaboradas expediciones a Alemania, los viajes a las tierras orientales, la disputa con Cn. Pisón, legado de Siria, el melancólico final en Antioquía y, no menos importante, la investigación oficial, con Pisón procesado ante el Senado por alta traición. Sin embargo, la muerte de Germánico no fue precisamente un punto de inflexión. Elegir el año 19 restringiría indebidamente la prosperidad en el gobierno que ni siquiera los más hostiles podrían negarle al César Tiberio; el reinado estaba todavía en su quinto año; y, con Druso, hijo de Tiberio, vivo, tanto el gobernante como la dinastía parecían seguros.

Cuando Druso murió cuatro años después, el tema de la sucesión puso en relieve a los hijos de Germánico, y el séquito del Princeps se convirtió en un fermento de esperanzas, temores e intrigas. Germánico había dejado tres hijos, y la viuda era una mujer orgullosa e intratable, consciente de todo lo que afirmaba como nieta de César Augusto y lista para tomar un segundo marido. Tiberio estaba impaciente por escapar de ese ambiente nocivo. Tenía ahora sesenta y cuatro años y entonces llegó a depender cada vez más de su favorito y consejero, Lucio Elio Sejano, Prefecto de la Guardia Pretoriana. Pasaron tres años y abandonó la capital para no volver jamás. La mayoría de los historiadores (así lo afirma Tácito) dieron una razón: las artimañas de Sejano. El ministro tendría bajo su control al Emperador y acceso al Emperador, quien con el paso del tiempo (la vejez y el atractivo del ocio) podría ser persuadido a entregar las riendas del gobierno.

Lo que guía a Tácito está claro. Al agrupar la segunda mitad del reinado en torno a la figura de Sejano, tan significativo como la había sido Germánico para la primera mitad, el historiador comienza de nuevo esta vez en el año 23, anunciado al inicio del Libro IV mediante una presentación completa de Sejano, y subrayado un poco más adelante mediante un estudio general de los actos y la política de Tiberio hasta ese año.

El Libro IV ejemplifica de diversas maneras la ambición de Sejano y su influencia a medida que esta crecía constantemente, con Tiberio partiendo a Campania en el 26 y ya instalado en la isla de Capri en el 27, y dispuesto, al parecer, a relegar cada vez más su autoridad imperial a su indispensable ministro. El Libro V da comienzo al año 29. Después de narrar la muerte de Livia, la Augusta (se añade un boceto del personaje), se procede inmediatamente a relatar cómo llegó a Roma una misiva del Princeps al Senado, con graves incriminaciones contra Agripina, la viuda de Germánico y contra el hijo mayor. Entonces la narración se interrumpe, y con ella desaparece la mayor parte de la historia de los años 29-31.

La brecha priva a la posteridad de un drama insuperable en trama y catástrofe. El acto final es conocido: se desarrolló en jornada de puertas abiertas, ante la alta asamblea y en las calles de la capital. Tiberio César había elevado a Sejano y ahora resolvió destruirlo. Llegó un extenso despacho de Capri, «verbosa et grandis epistula». El cónsul, al tanto de los designios del Emperador, procedió a leerlo, mientras Seiano, sin sospechar nada, esperaba escuchar más honores y una plena asociación con Tiberio en el poder imperial. Los ingeniosos giros terminaron en una denuncia tajante y repentina. Sejano, engañado y aturdido, no pudo ofrecer resistencia. Mientras lo arrastraban hasta la muerte, vio que sus estatuas ya estaban siendo derribadas: agentes de confianza habían asegurado a todas las tropas de la ciudad y un nuevo prefecto ahora comandaba la guardia.

Lo que condujo al complot ideado por César contra su ministro es otra cuestión. Existen muchas oscuridades. Es demasiado esperar que todo quede disipado por la narrativa tacitana. Pero proporciona al menos alguna información valiosa sobre las maniobras políticas de los años 29-31, revelando a los aliados de Sejano (tanto los que sobrevivieron como los que perecieron), y los enemigos especiales del ambicioso advenedizo; y quizás no menos importante, los aristócratas que estaban dispuestos a apoyar lealmente a Tiberio César, cualesquiera que fueran sus gustos personales, sus vínculos de parentesco o sus pretensiones dinásticas.

El libro final de la héxada lleva un triste epílogo que llega hasta la extinción del viejo emperador, con muchos procesamientos y muertes, con poca materia extraña o anticuaria para la variedad. Un poderoso resumen al final diagnostica la vida y el carácter de Tiberio, etapa por etapa.

Ésta es la primera héxada de los Anales, que abarca veintitrés años. La segunda, que contiene los reinados de Calígula (37-41) y Claudio (41-54), se ve empañada por la pérdida de sus primeros cuatro libros y de parte del quinto. El fragmento truncado comienza en algún momento del Libro XI, en el año 47, y, con un solo episodio que ocupa mucho espacio, llega casi al final del 48. El Libro XII lleva la narración hasta la muerte de Claudio.

El historiador dividió su primera héxada en dos mitades. Difícilmente pudo hacer eso con la segunda, igualando a Calígula con Claudio, cuatro años con casi catorce; y, como se verá, no hay rastro alguno de tal división en la tercera. Dos libros para Calígula y cuatro para Claudio deberían satisfacer las exigencias de la cronología y la equidad. Esos dos libros de Calígula habrán mostrado un contraste agudo y dramático cuando el joven príncipe reveló su naturaleza de tirano (los observadores sagaces lo habían predicho) y las esperanzas de los hombres se convirtieron en miedo y odio.

Roma después de la muerte de Tiberio era como una ciudad liberada. Para alegría de sus súbditos leales, el príncipe respondió con generosidad y pompa, con conducta ejemplar y profesiones nobles: «pietas» en memoria de su padre Germánico, honores extravagantes para sus hermanas y tal reverencia por la «res publica» que el gobernante devolvió las elecciones al arbitraje del Pueblo Romano.

La concordia y la felicidad persistieron durante un tiempo, antes de que se revelaran los peligros y las tentaciones del poder supremo, y con ellos el verdadero carácter del Emperador. No fue hasta el año 39 que Calígula empezó a sospechar de la aristocracia, los generales y sus propios familiares. En otoño se dirigió precipitadamente a la Galia, aparentemente para dirigir ejércitos de invasión a Bretania o al otro lado del Rin. El resultado fue un complot descubierto y reprimido. Murió entonces el joven Emilio Lépido, que había sido durante un corto tiempo marido de Drusila, una de las hermanas de Calígula, y que estaba designado para la sucesión. Lo que pasó fue más que un simple asesinato en la familia. También fue ejecutado Léntulo Getúlico, que había sido comandante del ejército de la Alta Alemania durante los últimos diez años.

Sin duda, esto marcó el punto de inflexión en el reinado. De ahora en adelante: crueldad, arrogancia y megalomanía, y las repercusiones no se limitan a la capital del Imperio. Sin embargo, el tirano no fue destronado por un levantamiento provincial ni por la proclamación de algún general. La conspiración se formó en Roma, los oficiales de la Guardia conspiraron con los senadores, y Calígula fue asesinado el 24 de enero del año 41.

Se convocó al Senado. Uno de los cónsules pronunció un discurso sobre la libertad y habló de restaurar la República—desde la creencia sincera, desde el homenaje a la convención, o para ganar tiempo; y ciertos hombres de cuna y de importancia ya estaban presentando un reclamo sobre el Principado cuando los soldados de la Guardia descubrieron a un César olvidado al que aclamaron con alegría, y, después de negociaciones prolongadas y delicadas entre el campamento y el Senado, el poder les fue debidamente conferido a Claudio, hermano de Germánico.

Claudio nunca olvidó ese interregno peligroso e incómodo. Pronto tuvo otros motivos para el rencor y la sospecha. En el segundo año del reinado, Arruncio Camilo, legado de Dalmacia, abandonó su lealtad. La proclamación fracasó pero fue alarmante, sobre todo por la ascendencia del pretendiente, el carácter y la calidad de ciertos senadores entre sus seguidores.

Los principales temas en torno a los cuales el historiador concentraría su narrativa derivan del reinado anterior, en particular la política palaciega, la influencia de los libertos del imperio y las tensas relaciones entre el Princeps y el Senado; y las mismas personas destacaban: los amigos de la dinastía y los ministros de Estado. En cuanto a las relaciones exteriores, la revuelta en Mauritania surgió a raíz de la anexión de Calígula y tardó varios años en ser reprimida; mientras que el Emperador en persona supervisó la invasión de Gran Bretania. Por muy diversos que pudieran ser los dos gobernantes en carácter y política, no estaba fuera de la habilidad del historiador explotar los elementos de continuidad e impartir una cierta unidad a la segunda héxada.

Bajando al 48 inclusive su trato es muy generoso. Si bien Mauritania y Gran Bretania ofrecían posibilidades (y fueron bienvenidas) para detalles sobre la guerra y la geografía, Tácito necesitaría mucho material nacional para completar estos tres libros (IX-XI). Podría encontrarlo fácilmente. La vida social de la capital era alegre y brillante, con ingenio y oradores… y celebridades decorativas de ambos sexos. Exhibición y competencia, intriga, corrupción y crimen. No faltaba nada.

Tiberio César había evitado la compañía de mujeres y no le gustaba ningún ceremonial ni moda. Una corte esperaba ser resucitada, con todo un grupo de princesas que transmitían la sangre de Julios, Claudios, Antonios, y todas las discordias de la dinastía. En primer plano las tres hijas de Germánico, la hija de Druso, las dos hermanas de Domicio Enobarbo. Drusilla murió en el segundo año de Calígula y fue consagrada enfáticamente, pero Julia Agripina y Julia Livilla continuaron en esplendor y escándalo. A principios del reinado de Claudio, las acusaciones de adulterio enviaron a Livilla al exilio, donde fue inmediatamente asesinada. Agripina, que quedó viuda por la muerte de Domicio Enobarbo, buscó una nueva alianza y tomó al marido de su hermana, Crispo Pasieno, rico, ingenioso y elocuente. La extinción de Pasieno poco después se atribuye a su invención.

Mujeres poderosas de pedigrí y comportamiento dinásticos se enemistaron con Agripina o se dedicaron a otras prácticas peligrosas (el incesto y la magia no dejaron de ser alegados). Muchas de las grandes damas eran ávidas y despiadadas, pero nada está certificado que desacredite a Julia, la hija de Druso, quien, una vez comprometida con Elio Sejano, encontró un marido seguro y estable; y la elegante Junia Calvina gana el tributo. de un perito tasador: «festivissima omnium puellarum».

Valeria Mesalina, consorte de Claudio César, da su nombre a la época, al menos en sus manifestaciones más escabrosas; y los asesinatos políticos tienden a atribuirse a ella. El catálogo incluye dos princesas, Julia y Julia Livilla. Los hombres de nacimiento y rango tampoco eran inmunes. Mesalina provocó el asesinato del tercer marido de su madre, uno de los Junio Silano. En el año 46 murió Marco Vinicio (que había estado casado con Julia Livila), con un funeral público de conmemoración: envenenado, dijeron, por la Emperatriz.

Fue una temporada de duras enemistades, y también de conspiraciones, reales o inventadas. Dos aristócratas que cayeron bajo sospecha escaparon debido a su evidente inutilidad. Pero un nombre histórico, agravado por una peligrosa alianza con el linaje de Pompeyo Magno, trajo la destrucción a Craso Frugi. Su esposa y su hijo compartieron su destino. Resulta que Mesalina no es culpada de esta transacción. Al año siguiente, sin embargo, siguió la ruina del ilustre cónsul Valerio Asiático. Trabajó sobre los temores de Claudio, siendo sus instrumentos su primer ministro Lucio Vitelio y los libertos de la casa.

Lo que sobrevive del Libro XI comienza con ese acto. Siguen artículos varios, en particular las medidas promulgadas por Claudio cuando ocupaba el cargo de censor; y el libro pronto queda absorto en el comportamiento escandaloso que la emperatriz llevó a un extremo imprudente, provocando su caída y muerte.

Libro XII se introduce adecuadamente con la elección de una nueva esposa para Claudio César. Los libertos aprobaron la revisión de tres candidatos. Con Palas de su lado y Lucio Vitelio aportando apoyo, ganó la competencia Agripina, hija de Germánico y sobrina del novio imperial; sus artes e influencia invaden el gobierno de Roma; persuade a Claudio para que adopte a su hijo, y su derecho a la sucesión se va haciendo cumplir gradualmente. Mientras tanto, el historiador, para aliviarse y variar la política palaciega, recurre a un par de digresiones sobre asuntos más allá de la frontera oriental durante los años 49 y 51 (que no tienen gran momento ni relevancia); y una sección reanudativa registra una largo período de subyugación romana de Bretania (desde 47), con el interés dramático, por no decir pompa, se concentrado en el líder insurgente Carataco. Finalmente, una vez eliminado Claudio por el hongo envenenado, Nerón es presentado a la Guardia como emperador, y la «auctoritas» del Senado ratifica la elección de la soldadesca.

Claudio César, tal como lo describe Tácito, es poco mejor que una figura de marioneta, excepto por lo que hizo durante su censura. Gran parte de lo valioso ha perecido junto con los anales de los primeros seis años. Hasta qué punto el historiador concedió méritos a este César inesperado y paradójico, y permitió el deterioro, en qué momento puso el cambio, estas preguntas escapan a toda certeza. La tradición, tal como la conservan otros escritores, muestra al Emperador casi desde el principio prisionero de su séquito, indefenso en manos de su esposa y sus ministros. Tampoco es la estructura de los libros desaparecidos inmediatamente discernible. ¿Dónde termina el Libro IX? ¿y dónde el Libro X? ¿Y hasta qué punto se adhirió todavía el autor al esquema analístico?

La invasión de Bretania se prestó para un clímax o un punto de inflexión en la narración, y quizás en el reinado. Siguiendo el drama de la adhesión (sin duda abundantemente explicada) y la proclamación de Arruncio Camilo, Bretania podría completar un libro sustancial, unido y unificado por un motivo poderoso: la inseguridad del nuevo emperador y su necesidad de prestigio militar. Aunque los siguientes tres años (44-46) no tuvieron episodios de magnitud comparable, diversos asuntos (extranjeros y domésticos) podrían llenar un libro, especialmente el último, para ser explotado en contraste con el énfasis anterior del reinado y presagiar el Libro XI en cuanto delito, conspiración y muerte súbita.

Se podría conjeturar que el libro XI comenzó en el año 47: el octavo centenario de la ciudad de Roma, que Claudio César tomó como excusa para sus Ludi Saeculares. Junto a Claudio estaba Lucio Vitelio, ocupando el consulado por tercera vez. Ese honor no tenía paralelo desde la época más temprana del Principado; y también lo fue la ovación celebrada ese año por Aulo Plaucio, el legado de Bretania. Aquí un historiador podría recapitular las campañas británicas posteriores al 43 (los ejércitos romanos habían avanzado un largo camino hacia el oeste y el norte). Si ese fue el procedimiento de Tácito, el Libro XI mostró un cuidadoso equilibrio y variedad de composición: Bretania, la censura de Claudio, la locura y el destino de Valeria Mesalina.

El libro XII por su compresión presenta un marcado contraste. En cualquier caso, cuando se examina la héxada en su conjunto, las disparidades son significativas: algo así como doce años repartidos entre los libros VII y XI, pero, por otra parte, seis años hacinados en el último libro de la héxada como si el historiador, habiendo agotado sus temas claudianos, estuviera impaciente por seguir adelante. Se habían dedicado muchos detalles a Calígula y mucho a Claudio hasta finales del 48. Había muy poco que decir sobre los últimos años.

Nerón toma para sí la tercera parte de los Annales, y esa parte, por su exordio, queda poderosamente marcada como un nuevo comienzo. El primer crimen del nuevo principado, así definió Tácito el asesinato de Agripa Póstumo, nieto e hijo adoptivo de Augusto, al comienzo del reinado de Tiberio. Un paralelo en hechos y frases marca el comienzo del Libro XIII con el asesinato de Marco Junio Silano, el procónsul de Asia.

Ese no es el único dispositivo. El autor insiste en que su narrativa debe ser inmediatamente autoexplicativa, sin presuponer demasiados conocimientos ni la necesidad de muchas referencias hacia atrás. Con ese fin, adjunta una breve y vívida anotación a personas ya conocidas del reinado anterior, y las acerca a un estrecho vínculo entre sí y con los acontecimientos, un nexo quizás más estrecho que el que justifican los hechos. Los principales temas neronianos pueden tomar forma rápidamente y hacer avanzar la historia sin obstáculos. No muchos historiadores se han esmerado tanto en beneficio de sus lectores.

El asesinato de Silano se atribuye a la intriga de Agripina. Inofensivo e ileso ante otros gobernantes (Calígula solía llamarlo «la oveja de oro»), Agripina aún sospechaba de Silano (había matado a su hermano) y estaba ansiosa por eliminar a cualquier rival de sangre y derechos dinásticos. Se sostenía ampliamente (así lo alega el autor) que un hombre de edad madura era seguramente preferible a un simple niño como Nerón, y el linaje de Silano no era inferior en la descendencia de Augusto. Agripina también llevó a la muerte a Narciso, el liberto de Claudio César y leal a su amo. Habría habido otros asesinatos, pero intervinieron Annaeus Séneca y Afranio Burro (sus funciones y personajes se transmiten rápidamente). Tuvieron que luchar contra la naturaleza violenta y dominante de la madre del Emperador y contra la influencia de Palas, recordada aquí como su principal aliado para conseguir a Claudio como marido e inducirlo a adoptar a su hijo.

La oración fúnebre mantiene a Séneca en prominencia (él la compuso) y proporciona una breve mirada al reinado y al carácter de Claudio César. Los comentarios posteriores sobre los logros oratorios de los césares romanos sitúan a Nerón al final de una larga perspectiva de la historia. Además, lo que dice Tácito sobre su educación y sus gustos artísticos presagia acontecimientos posteriores. El tono de Tácito es engañosamente amistoso. De manera similar, el resumen del primer discurso del trono, con su promesa de un gobierno según el modelo de Augusto, introduce el tema del Princeps y la «res publica»! - irónicamente, si el lector reflexiona sobre cómo fue su final, pero que encaja en el contexto, que continúa con la crónica de algunos actos aceptables o saludatorios, pasando claramente de la política interior a la exterior. Los rumores de nuevos disturbios en las tierras orientales dan mucho que hablar en Roma, así lo afirma Tácito: ¿cómo se comportará un joven príncipe y un nuevo gobierno en esta coyuntura crítica? Se toma una decisión sabia. Envían a un excelente general, Domicio Corbulón, el honor nacional quedará reivindicado y todo el mundo está contento.

El autor al mismo tiempo demuestra un nuevo comienzo y presenta a las personas y sujetos principales. Para Séneca, la principal tarea y esfuerzo era apartar a Agripina del poder. Aquella mujer ambiciosa, con el ejemplo de Augusta Livia ante ella, pretendía hacerse con una gran participación en el gobierno. Séneca tuvo éxito. Del descontento de Agripina y sus salvajes amenazas surge el siguiente episodio importante: Nerón, sospechando, fue incitado a idear el envenenamiento de Británico, el hijo de Claudio, a quien había suplantado. Luego, el relato se desliza rápidamente a través de los tranquilos anales del buen gobierno (56 y 57 exigen muy poco espacio), y los asuntos exteriores ocupan la mayor parte del resto del Libro XIII (contado en 58).

Tarde o temprano llegó la inevitable decadencia hacia la tiranía. ¿Cómo debía un historiador dividir y repartir sus libros nerones? Hasta el año 59 se le ofrecería un quinquenio tolerable, si así lo deseara. El Libro XIV marcó el comienzo de ese año con el asesinato de Agripina, relatado con todo detalle. Algunos escritores podrían descubrir allí un giro significativo. Sin embargo, no era del todo adecuado: Séneca y Burro eran factores políticos importantes y su influencia todavía dominaba (hasta donde se sabe) en el entorno del príncipe. Burro murió en el año 62. Ese acontecimiento, según Tácito, fue decisivo. El poder de Séneca se rompió. Previniendo la sustitución o la desgracia, se acercó a Nerón con el argumento de los años y las enfermedades, y el pretexto de que el Emperador ya era lo suficientemente maduro para ser su propio maestro. Un viejo amigo, «nos seniores amici», pidió ser liberado. La petición fue concedida y el hombre de muchos millones se dedicó a los exquisitos refinamientos de la vida sencilla.

En ninguna parte Tácito hace un corte tan agudo como en la primera héxada. El desarrollo es más gradual y la narración más fluida. Es cierto que emplea como motivo la eliminación de Agripina: esto permitió a Nerón entregarse sin restricciones a su pasión por conducir carros y cantar al arpa. Y, a medida que Tácito construye la historia, el retiro de Séneca evoca la repentina aparición de Ofonio Tigelino para desempeñar un papel malvado como un segundo Sejano: en rápida sucesión sigue la ejecución de dos nobles eminentes y el asesinato de Octavia, la esposa de Nerón, concluyendo el Libro XIV. El clímax aún estaba por llegar.

Pasan tres años más. Las operaciones en el Oriente y el gran incendio en Roma ocupan la mayor parte de la primera mitad del Libro XV, mientras que la segunda expone un gran tema con prodigio de detalle, la conspiración del año 65, diseñada para sustituir a Nerón por Cayo Pisón.

Ese asunto mostró a Nerón el odio en el que había incurrido, el peligro que representaban los oficiales en complicidad con los senadores, recordando el destino de Calígula. La disputa entre César y la “res publica” se volvió ahora abierta y salvaje. Séneca, por una falsa incriminación, había sido llevado al suicidio; a raíz de la conspiración, varias otras personas fueron destruidas. El libro XVI, que comienza con un interludio ajeno, continúa esa historia de asesinatos. Nerón pronto resolvió (en el 66) aplastar el Senado atacando a sus miembros más eminentes, dos hombres de conducta austera y altos principios; Trásea Peto y Barea Sorano. Fiscales capaces y sin escrúpulos acudieron a la llamada de Nerón, y el Senado (no lejos de la vista y el sonido de hombres armados) votó la condena de los dos consulares.

El libro XVI se interrumpe hacia la mitad, con una frase inacabada, siendo la escena el suicidio de Trásea Peto. El total de las obras históricas de Tácito asciende a treinta libros. Eso exige doce para las Historiae, dieciocho para los Annales. La idea de que en la segunda mitad del Libro XVI Tácito abarrotó los acontecimientos restantes del año 66, y todo lo que sucedió hasta la muerte de Nerón (quizás con un epílogo más allá), va en contra del buen sentido. 

El asunto era rico y remunerativo, siendo los temas principales la gira helénica, la insurrección judía y los levantamientos en Occidente. De esos temas, los dos primeros eran sorprendentemente relevantes para la época de Tácito y para los prejuicios del narrador. Los problemas judíos ya se habían esbozado en los Annales con Calígula: conflictos con los griegos en Alejandría y la amenaza de revuelta en Judea cuando el tirano intentó erigir su imagen en el Templo de Jerusalén. Las rarezas y locuras de Calígula fueron un siniestro presagio de Nerón. No implicaría ningún esfuerzo excesivo para la imaginación especular sobre la estructura y disposición que estos libros recibieron de Tácito, el equilibrio, el énfasis y el colorido.

En el año 66, tras los procesamientos contra Barea Sorano y Trásea Peto, llegaron otras víctimas: exilios, muertes y las hazañas de varios «delatores» que volverían a aparecer en reinados posteriores. A continuación, como complemento a los espectáculos de tiranía y degradación, el extravagante boato cuando el arsácida Tiridates, gobernante de Armenia, rindió homenaje al emperador en Roma. Nerón concibió, publicitó e incluso preparó grandiosos diseños de conquista oriental que se extendieron hasta el Cáucaso y Etiopía. Todo lo que logró fue un alarde de sus logros histriónicos, ganándose la fácil adulación de los griegos por su generosidad hacia el hogar de las artes y las letras, y el odio por su rapacidad. Partió de Roma hacia finales de año.

Mientras tanto, como resultado de la porfía judía y la opresión o represalias romanas, estalló una gran revuelta en Judea, que culminó en una grave derrota infligida al gobernador de Siria (finales de otoño de 66). Nerón envió a uno de los cónsulares de su compañía en Grecia, Flavio Vespasiano, bajo una comisión especial para hacer la guerra en Palestina, mientras que Licinio Muciano asumió el mando sirio. En el transcurso del año 67, Vespasiano redujo Galilea, y para el verano del 68, una vez que el campo abierto estaba bajo control, podría haber lanzado su asalto contra Jerusalén. Pero Vespasiano estaba esperando los acontecimientos en Occidente, al igual que Muciano. Vespasiano en Galilea había recibido una firme predicción de que sería levantado para gobernar el mundo.

La estancia de Nerón entre los griegos estuvo marcada por dos actos sobre todo, salvajes en su contraste: Corbulo fue ejecutado y Hellas (Grecia) fue proclamada libre. Ante una gran concurrencia en el Istmo lo anunció el 28 de noviembre de 67.

Pero las noticias de Roma eran malas y tuvo que regresar rápidamente. Nerón había aplastado la conspiración, había silenciado al Senado. Al mismo tiempo, descuidó a las legiones y se enajenó las simpatías de las clases altas en las tierras occidentales. Los ejércitos y las provincias podrían derrocarlo. No hace mucho tiempo, en Italia, el emperador se enteró de Julio Víndex y la rebelión en la Galia (primavera del 68). Entonces España proclamó a Galba. Aunque Víndex fue derrotado por un comandante leal, la incertidumbre aumentó y, ante los informes de ejércitos o generales rebelados, Ninfidio Sabino indujo a la Guardia a declararse a favor de Galba. Nerón se suicidó en una habitación trasera de la casa de su liberto en las afueras de Roma (9 de junio).

Tal es el compás de los dos últimos libros y medio de los Annales. La muerte de Nerón parece un final dramático, manejado por el destino para el historiador y desafiando el talento que describió cómo terminaron Vitelio y Domiciano. Podría parecer inevitable. Sin embargo, no hay certeza de que el Libro XVIII concluyera precisamente en este punto. La práctica analística (así lo sostienen algunos) prescribía que el historiador debía continuar hasta el final del año; y bien podría desear vincular estrechamente el último libro de los Annales a su obra anterior. El argumento por sí solo carece de contundencia. Obtiene apoyo (aunque no completo) de un pasaje del Libro XV, posterior a la conjura de Pisón. Entre los amigos leales de Nerón entonces honrados se presenta Nimfidio Sabino, como nombre profético de calamidad. Tácito parece dar un fuerte indicio de que contará toda la historia sobre Ninfidio. Además, como para realzar este carácter, afirma, sin intentar desacreditarlo, la afirmación de que Ninfidio es hijo ilegítimo de Calígula.

No es necesario imaginar que Tácito, con despiadados detalles (y repitiendo o ampliando mucho de lo que había aportado previamente en la primera parte de la Historiae), insistiera en llevar el registro del reinado de Galba hasta el último día de diciembre de 68. Podría detenerse mucho antes de eso. Bastaría un breve repaso, perjudicialmente selectivo, y, para el episodio principal, Ninfidio, el bastardo de ascendencia juliana que había destronado a Nerón, que ahora buscaba el poder con la ayuda de los pretorianos: un epílogo irónico de los anales de la dinastía y un siniestro epílogo para el futuro.

En cosas grandes y pequeñas, los Annales reflejan amplias divergencias de selección, proporción y énfasis. héxada contra héxada, la primera y la tercera permiten una confrontación y exhiben un contraste. Es muy llamativo.

En contenido y articulación, los libros I a VI se ajustan con fidelidad a la prescripción analística. Cada libro comienza con un nuevo año, encabezado con los nombres reales de los cónsules, excepto el tercero, donde la fecha se da un poco más tarde entre paréntesis. Un compartimento cerrado segrega los acontecimientos de cada año, sin superponerse; por tanto, algunas materias deben repartirse a lo largo de una serie de años; y tan estricto es el respeto por la secuencia y la cronología que dentro del mismo año se pueden registrar por separado diferentes etapas de una sola transacción. Además, cada libro está conducido imperiosamente a un final agudo y dramático: el punto final, que tal vez no sea digno de mención en sí mismo, generalmente contiene palabras significativas, importantes y poderosas, que evocan el pasado o son silenciosamente premonitorias.

El libro I termina con las primeras elecciones consulares del nuevo reinado y las profesiones públicas de Tiberio César en relación con los procedimientos y las candidaturas: aunque la fraseología de César era noble, el asunto era una burla hueca y, cuanto más justo era el homenaje rendido a las formas republicanas, más oscuro la esclavitud destinada a sobrevenir”. Como eficaz epílogo del Libro II, Tácito evoca las campañas de Germánico (cuyo triste final acababa de describir) al traer la muerte de su adversario Arminio, una audaz anticipación de la cronología. A Arminio lo llama el libertador de los alemanes; y agrega un comentario sobre la fama y la historia. El final del siguiente libro recuerda a los libertadores romanos. Sesenta y cuatro años después de la batalla de Filipos, la ciudad fue testigo de las exequias de Junia, viuda de Casio y hermana de Bruto, y se exhibieron en procesión los emblemas de veinticuatro familias nobles, pero las imágenes de Casio y Bruto brillaron por su ausencia.

El último elemento del Libro IV no tiene una formulación dramática, pero sí sobrio y aparentemente inofensivo: una boda ordenada por Tiberio César. Julia Agripina, hija de Germánico, fue consignada en matrimonio a Cn. Domicio Enobarbo, no sólo de linaje ilustre, sino también pariente cercano de la dinastía y, de hecho, sobrino nieto de Augusto. Los nombres fueron suficientes. Tácito se abstuvo de añadir lo que todos los hombres sabían, el fruto de ese matrimonio. En cuanto al Libro V, generalmente se supone que terminó con la caída de Sejano. De lo contrario, podría servir el último acontecimiento del 31, una disputa entre dos cónsules, feroz y que no podrá ser aplacada por la intervención pública de muchos senadores. La elección del episodio no es ni fortuita ni carente de arte. Los dos nombres juntos recapitulan la catástrofe más importante del año: un cónsul había sido partidario de Sejano, el otro estaba entre los principales agentes de su caída. Además, los cónsules discordantes en sus últimos días de mandato sirvieron como un vivo recordatorio de la historia de Roma bajo la República. La héxada concluye con el veredicto sobre Tiberio César.

La era de la «res publica» ya no existía. Un historiador no podría ahora relatar cómo debatía el Senado, votaba el pueblo (leyes y elecciones, guerra o paz), actuaban los magistrados. El Pueblo había sido dejado de lado y se habían añadido nuevos elementos de poder y autoridad,  saber, Princeps y soldados. De ahí nuevas formulaciones y nuevas interrelaciones. Fue tarea de Tácito, empleando el antiguo modelo analístico, entrelazar la crónica de los Césares con lo que sobrevivió de la «res publica». Esa supervivencia consistió en las transacciones oficiales de la alta asamblea: debates, procesamientos y gestión de las provincias públicas.

Otros escritores, absortos en la historia de los Césares, podrían haber pasado casi sin interrupción desde la muerte de Germánico a la muerte de Druso. Tácito tenía un plan diferente. Puede abreviar y condensar cuando quiera, como en los últimos años de Claudio y el primero de Nerón. Para su organización del reinado de Tiberio, sin embargo, había decidido poner el comienzo de la segunda mitad de la héxada en el año 23. Por lo tanto, para lograr estructura y equilibrio necesitaba dar espacio y significado al intervalo posterior a la muerte de Germánico y la investigación subsiguiente: ¿cómo iba a completar el resto del Libro III? Los asuntos senatoriales eran la solución, y en absoluto una improvisación. Demostró que ahora subsistía «quaedam imago rei publicae»; y las transacciones senatoriales que más tarde llegaron a ser reportadas en el último libro de la héxada (principalmente los procesamientos de los senadores y sus muertes) se considerarían en marcado y melancólico contraste con los primeros años de un reinado que en su curso había destruido esa «res publica».

Los años en cuestión (20, 21 y 22) estuvieron vacíos de acontecimientos trascendentales, excepto la rebelión en la Galia de los caudillos Julio Floro y Julio Sacrovir, que está narrada en su totalidad. Por lo demás, Cornelio Tácito no está consternado. África y Asia destacaron entre las provincias dejadas a la gestión del Senado, con gobernadores de rango consular. El procónsul de África todavía podría considerarse un mandatario armado de la República, e incluso podría ganarse una distinción en el campo. En el Libro III Tácito puede relatar las campañas de dos procónsules contra el insurgente númida Tacfarinas; y la elección de un procónsul competente, que implica negociaciones entre el Senado y el Princeps, proporciona detalles valiosos sobre la técnica gubernamental, las capacidades de ciertos aristócratas y el respeto escrupuloso de Tiberio César por las conveniencias constitucionales.

Asia fue fuente rica de negocios más que de historia. Cuando se examinaron las reclamaciones de las ciudades para ejercer el derecho de asilo, fue un gran día. El Senado debatía libremente, pronunciándose sobre los privilegios conferidos por el pueblo romano en la antigüedad, los tratados con los pueblos aliados, incluso los decretos de los reyes y el culto a los dioses. Además, una acusación permite al autor proporcionar (por primera vez en los Annales) una exposición completa del procedimiento adoptado cuando un procónsul fue juzgado y cuando el Princeps se sintió obligado a intervenir decisivamente.

Más significativos, sin embargo, son una serie de asuntos accesorios o discusiones senatoriales abortadas. La tradición de que cierto sacerdocio excluía a su poseedor de una provincia fue puesta en duda, pero se mantuvo. La Lex Papia Poppaea fue discutida y modificada, pero no en lo esencial. Nada resultó de las propuestas de que a los procónsules se les debería prohibir la compañía de sus esposas, o de que los senadores de notoria inmoralidad deberían ser excluidos de los proconsulados; y Tiberio César rechazó hábilmente la exigencia de que tomara medidas gubernamentales para frenar el lujo y la extravagancia.

Estos elementos dan al historiador una excusa para una variedad de discursos de senadores prominentes, y en particular del Princeps; le permiten introducir digresiones sobre el derecho sacerdotal, la historia de la legislación o los cambios en la moral romana.

La estructura analística es, por tanto, dominante a lo largo de la primera héxada, y queda sorprendentemente ejemplificada en el contenido del Libro III. La tercera héxada contrasta marcadamente. Sólo el Libro XIII termina al final de un año y el punto carece de significado o énfasis. Además, todo el tratamiento es más libre y fluido, con eventos concentrados en torno a personalidades o temas, no simplemente consecutivos o segmentados.

La exposición modificada ya se percibe en el resto de la segunda héxada. El Libro XI termina con Mesalina, y el Libro XII introduce deliberadamente a Agripina antes de que llegue a su fin el año 48. Además, la agrupación de asuntos exteriores. En la primera héxada las vicisitudes de la rebelión de Tacfarinas en África, contadas año tras año según ocurren, figuran en tres libros; y el Libro II tiene las provincias y príncipes de Oriente en cuatro secciones separadas. Pero en el Libro XII una narración continua narra siete años de la conquista romana de Britania; y el tratamiento de los asuntos orientales presagia la forma en que se relatarán las campañas de Corbulón en los libros neronianos.

¿Dónde está la razón que hay que buscar? No sólo en ninguna diferencia entre las fuentes escritas empleadas por Tácito, ni en ninguna mejora de su habilidad literaria. La historia misma había cambiado de forma y sustancia, y la elección del historiador fue consciente, o más bien impuesta. Cuando Tiberio César presidió el Estado romano, todavía podía considerarse como una continuación de la República, cuya crónica anual debía narrarse de la manera tradicional. Con Nerón, Roma se volvió dinástica y real, o más bien, ya con Calígula, donde comenzó la segunda héxada de los Annales. Calígula era un príncipe, de la sangre real de Divus Augustus, mientras que Tiberio, un romano entre los «principes civitatis», fue cónsul y comandante de ejércitos antes de suceder, siendo ya un anciano, en el Principado. Con Calígula emergen de nuevo las tendencias monárquicas que, manifiestas bajo Augusto, habían sido desaprobadas o resistidas por Tiberio César, suprimidas o al menos disfrazadas en su vano intento de preservar y perpetuar las formas y el espíritu de la Mancomunidad.

Fuente: Syme, Ronald. Tacitus. United Kingdom: Clarendon Press, 1963.